Salgo de La Ciudad de los Niños, con paso firme. Llevo sobre mi cabeza una gorra que me protege del sol, sobre mis hombros una mochila que me sostiene y me mantiene rígido, bajo mis pies unas botas de hule que a cada paso se vuelven más pesadas y debajo de ellas una carretera a medio asfaltar.
Me detengo en cada intersección, como si buscara la señal que me indicara cual es el nuevo camino a seguir. Ando en la misma dirección buscando lo que busca un buscador, alguna razón para continuar. Y siempre, en todos y en cada uno de los pasos encuentro una nueva.
Cuando era chico mis metas no fueron más que el siguiente horizonte, el siguiente punto que separaba el cielo de la tierra, pero que desde el lugar donde me encontraba siempre parecía cercano. Conforme fui creciendo esta distancia ha ido siendo cada vez mayor y eso siempre me ha dado más razón para continuar. La distancia no era importante, solo se tenía en cuenta el tiempo que me iba a llevar volver a casa. Pero aquí las horas no se rigen por el mismo patrón, de tal forma que lo que parece tempano en un abrir y cerrar de ojos, se vuelve oscuro. Rápidamente el sol desaparece sin ningún tipo de mueca o duda y te deja a la intemperie con la cámara de fotos en la mano y con la prisa del que busca la foto que nunca va a llegar.
¿Nunca han comprendido algo hasta tal punto de verlo reflejado en todos lados?
Recuerdo el día que llegué hasta la Ciudad de los Niños. Recorrimos el camino que une San José con Agua Caliente de Cartago en menos de 45 minutos. Durante ese tiempo no tuve ocasión de preguntar el porqué de mi mayor atención, ya que sabía que tarde o temprano me volvería a pasar por la cabeza la pregunta y esta vez sí que tendría un buen acompañante a quien hacérsela.
Pero esta vez salgo temprano con la cámara en el bolsillo, busco algo en concreto, que desde hace tiempo sobrepasa mi capacidad de atención. Observo cada una de las casas que se levantan de manera prefabricadas en la linde del camino y diferencio que todas ellas tienen un mismo patrón. La seguridad. Una seguridad no disimulada, como queriendo decir: -No lo intentes, aquí no lo vas a conseguir. Y se afea el entorno, se vuelve oscuro, siniestro, algo difícil. Los barrotes forman parte del camino y su función deja de limitarse únicamente a la protección. Se vuelven algo más que un hierro, un nuevo punto de apoyo, un nuevo diseño, un nuevo color.
Tanta protección en un lugar donde todo y todos son conocidos pero en los que todo y todos han sufrido las consecuencias de la confianza. Me siento a hablar y suelto mil y una preguntas al aire. Con añoranza responden todas y cada una de ellas pero con la entonación de un verso calculado, con la mirada de un día ya pasado, como si fueran leyendas, en un tiempo en el que las casas estaban abiertas y la gente iba y venía sin mirar las casas de los demás. En un tiempo en el que el campo dominaba a la ciudad y las llaves no eran más que adornos sobre las puertas. En un tiempo en el que las personas eran personas sinceras, trasparentes y no necesitaban nada de los demás para ser como bien dicen los estudiosos, las personas más felices del mundo.
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