De pronto una sensación de vulnerabilidad te recuerda que no puedes controlar el 100 % de tu cuerpo y como si de una asfixia anunciada se tratara empiezas a recoger mucho más aire de lo habitual. Mis pulmones se hinchan y los 4 litros de aire que acostumbro a inspirar, quedan acobardados por los 6 litros que se expanden de manera valiente entre las paredes de mis bronquiolos.
La espiración me obliga a expulsar todo el aire y una sensación de alivio dirige mis ojos hacia el suelo. Me siento como si un placebo acabara de recorrer todo mi cuerpo. Un sonido acompaña la acción, un sonido poco común, fácilmente reconocible, pero siempre delator.
Diane Setterfield en su libro “El cuento número 13” dice que un suspiro te acusa de infelicidad, que sirve para que todas las preocupaciones se asomen a la calle a través de tu cuerpo para que sean conscientes del piso que firmemente te sostiene.
La ciencia dice que los suspiros no son más que una reacción química que el cuerpo experimenta en defensa del amor. Aunque también podría ser una alarma que de manera involuntaria te protege del miedo al desamor.
En el diccionario pone que un suspiro puede expresar alivio, tristeza o deseo. Intento unificar todos estos sentimientos, y únicamente puedo encontrar una palabra que recoja tanta fuerza: La duda. En este caso las dudas no son más que eso, dudas y en la vida de las personas hay más dudas que paisajes.
Mi definición preferida de un suspiro viene de la mano de Gabriela Mistral y dice así: “Vuélveme tu suspiro, y subiré y bajaré de tu pecho, me enredaré en tu corazón, saldré al aire para volver a entrar. Y estaré en este juego toda la vida.
Los suspiros engloban todas las experiencias que un ser humano puede sentir. Son el conjunto de sensaciones, tanto buenas como malas que pueden llegar a provocar una profunda calma, porque al fin y al cabo, como bien dice Angelus Silesius: “un suspiro lo dice todo”.
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